martes, 26 de abril de 2016

Recuerdo 3 - Los que realmente ven

Ya había transcurrido media hora, treinta minutos de mera inseguridad, y Razo contemplaba sin decidirse aquel sobre, temiendo abrirlo.

«¿Habría sido solo un déjà vu?», se preguntó mientras, tumbado, contemplaba el sobre con el humedecido techo de fondo. «No debería, ¡no!»

Definitivamente aquello debía ser real, había experimentado ya antes la sensación de estar viviendo algo por segunda vez, pero era solo eso, una sensación, nunca era capaz de enlazarla con un recuerdo.

En esta ocasión, sin embargo, era capaz de recordar, con más lujo de detalles que cuando los recuerdos eran producidos por una experiencia real, la imagen de aquel sueño, ésta se grabó más a fuego aún que sus otras experiencias vividas, tanto que ahora podía recordar cada poro de la cara de su madre, cara que con el tiempo y a su pesar ya había olvidado parcialmente, así que tomó aire, se incorporó y empezó a forzar decididamente la superficie del sobre.

Sin ningún vestigio de haber sido un muchacho cuidadoso en su infancia, rasgó pellizcando la superficie del endeble contenedor beige, pasaron segundos, quizás hasta un minuto sin que se hubiese permitido volver la cabeza hacia el mismo, en última instancia, lentamente, decidió contemplar el interior, esbozando una sonrisa burlona que se clavó en su propio ego por haber tardado tanto en decidirse, en su interior encontró un papel con un dibujo de una especie de espiral, y lo que parecía un código simbólico.

Razo no conocía éstos códigos, así que simplemente los ignoró.

—¿Qué hace un código así en un sobre para mí... y sin remitente?

Toda la situación en sí asustaba; le acabó picando la curiosidad y quiso buscar información sobre el contenido del sobre, pero su móvil solía estar sin línea por impagos, y no se preocupaba de cargarlo; además, ahora habían cortado las luces, así que se dirigió a la puerta, dispuesto a enchufar el dispositivo en alguna toma pública.

Al intentar abrir la puerta de su piso, adivinando que no estaba su antiguo casero, se topó de bruces con un enorme y corpulento joven que le era algo más que familiar.

—Hola, Razo, sabía que tarde o temprano te encontraría, pero creía que sería durmiendo en un cajero, me alegro de que te vaya mejor —dijo dibujando media sonrisa en su maltratado rostro el visitante.

Gregor Nhegado, un joven mayor que Razo y considerablemente más alto, odiaba su segundo nombre, se conocieron en la estación fría y éste salvó al menor de lo que probablemente era una muerte segura a manos del gélido clima, antaño convivieron bajo el mismo puente en obras.

—Grenhé, yo...—Intentó justificarse sorprendido.

El grandullón lo abrazó hasta casi partirle la columna, Razo se sentía culpable por no haber podido saber nada de él desde hacía un año.

Un día, de repente, Grenhé, como le gustaba ser llamado, simplemente ya no estaba, así que el pequeño conservó el lugar y tras encontrar su primer empleo olvidó el asunto, aun así, su viejo amigo no parecía estar muy molesto.

—¡Me estás reventando la espalda! —gritó haciéndole bajarlo de nuevo al suelo.— ¿Cómo has sabido dónde encontrarme? —prosiguió.

—Lo cierto es que no conocía mucho al dueño de tu antiguo domicilio, él en cambio me reconoció, según él hablabas de mí a diario y era fácil asemejar esas charlas a mi apariencia. ¿Qué ha sido de tu vida, Razo? ¿Cómo has encontrado esta ganga?

Un pequeño tic nervioso se reflejó en la tez del sorprendido joven, uno que intentaba disimular un nervioso sentimiento de culpa por no haber ofrecido domicilio a su amigo, y entonces, en un intento por quitar hierro al asunto, añadió:

—Lo cierto es que no es precisamente una ganga... ¿Por qué no pasas?, de todas formas hoy ya no llegaré a tiempo a la entrevista de trabajo...

—Amigo, nunca pensé que serías tú el que me invitaría a pasar; no te preocupes, sé que si hablaste de mí a tu casero era por si alguna vez volvía, aunque me da en la nariz que vas a volver a tener que dar explicaciones.

Una vez en el piso se pusieron al día. La cama estaba destrozada por los anteriores inquilinos, pero seguía siendo más cómoda que las sillas. Grenhé no tardó en ponerse cómodo pero por miedo a ser aplastado o a no caber, Razo se sentó en un borde. Para el mayor la vida había sido más dura, de no creerlo por la conversación que tuvieron sin duda se hacía visible en que encontraba cómoda aquella saboteada cama que más bien parecía un viejo potro de tortura demolido por el tiempo.

Ya estaba anocheciendo cuando un tema algo delicado salió a la luz:

—Así que has estado en la cárcel, ¿eh? —preguntó el anfitrión con una expresión compasiva.

—No quisiera que pensases mal, pero lo cierto es que soy culpable de todos los cargos, hace un tiempo vi a mi padre con otra mujer distinta a mi madre, no me pareció muy alarmante pese a que mi madre también los vio y comenzó a llorar, ambos me dejaron a mi suerte antaño y ciertamente tampoco creo que el amor deba estar sujeto a una relación de pareja —reflexionó el invitado, nadie diría que alguien tan visiblemente demacrado pudiese llegar a tener ideales tan consistentes.

Lo cierto es que entonces aquella mujer le hizo un gesto al que según los documentos pertinentes era mi padre y éste agarró el bolso de quien fue mi madre, sin pensármelo mucho y empujado por mis ideales, le asesté un rodillazo en un intento por protegerla de él, sin embargo y para mi desgracia, no solo me denunciaron por agresión, sino que mi madre pretendía huir con un premio de lotería y así lo hizo, me procesaron por la agresión y como aquella mujer que acompañaba a mi padre era fiscal, me dieron pena máxima, dos años que conseguí rebajar a uno por buen comportamiento. En cierto modo echo de menos la prisión: comía bien y cada noche me podía permitir contemplar las lunas cuando salían juntas.

Ariat y Odenn conquistaban la noche y, en el caso de Ariat, en ocasiones parte del día. Como la primera de ellas era visiblemente mayor y la estrella que bañaba de luz el mundo lo hacía levemente, solo Ariat era susceptible a ser vista de día. Comprender los cambios en los astros era una tarea ardua, había eclipses entre las lunas y propiciados por el propio planeta y, aunque la mayoría de las noches ambas se alzaban, a veces podían ser vistas solo una o ninguna; lo único que mucha gente tenía claro era que, si una noche había doble plenilunio, nadie vería a Ariat durante  el día siguiente.

—No te preocupes Grenhé, no tienes que justificarte, me alegro de que estés aquí, supongo que no tienes donde dormir, es decir, ningún lugar cubierto, además algunos necesitados invadirían el viejo puente hace meses, puedes quedarte aquí cuanto desees... o cuanto me permitan retrasar los pagos del alquiler... —Matízó con una risa que occultaba su pesar mientras, además se rascaba la nuca de forma inquieta.

—Gracias Razo, sabía que no me arrepentiría de rescatarte aquella vez —Exclamó con mirada húmeda.

—Creía que lo hiciste por altruismo...

Ambos rieron y entonces Grenhé fijó su mirada en el dibujo de aquella espiral que portaba su amigo en el mismo papel que yacía ignorado el código simbólico que tampoco llegaba a entender, aunque en éste caso a Grenhé sí que le era familiar, exclamando con expresión indescriptible:

—¿Cómo tienes eso en tus manos?

—Ah, esto, es una historia aburrida, no creo que te interese mucho.

—Se trata de algo que no deberías saber, es una representación de algo que nadie debería saber.

—¿De qué hablas? —cuestionó inquisitivamente ante la expresión alarmante de su amigo.

—Hace muchísimo tiempo encontré algo similar, estaba escrito en una libreta, había una serie de números, producidos entre sí por la suma de los dos anteriores, esa serie es conocida en todo el globo, pero el recorte no correspondía con el descubridor, el que reportó las aplicaciones de la secuencia se llamaba Rob Salthei.

—Vaya, ¿qué tiene eso de malo?

—Al preguntar al profesor cuando era más joven me dijo que el recorte que nos habían venido a enseñar tenía diferencias con el original, sus aplicaciones matemáticas se presentaban más avanzadas aún y la representación gráfica de dicha secuencia era igual, fue encontrado en una cápsula que parecía repleta de viejos libros y juguetes, parecía basura espacial de nuestro propio planeta, así que los museos no le dieron importancia.

—¿Y me dices entonces que esta es la representación avanzada de esa secuencia, la que provenía de la cápsula?¿Cómo sabes que no se trata de una espiral normal?

—Claro, el nombre de la secuencia según la página mostrada recibía el nombre de secuencia de Fibonacci, y había datos sobre el descubrimiento, pero los expertos antropólogos y historiadores jamás encontraron ningún nombre así registrado en el campo, lo que me lleva a relacionarlas es que hay aún marcas en el dibujo de dos ejes, presentes también en la representación de la serie.

—¿Cómo eres capaz de saber esto? De todas formas, podría tratarse de alguien que conoce el hallazgo y punto aunque, ciertamente, no paran de ocurrir extrañas coincidencias con todo, ya no me extrañaría que también hubiese algo extraño detrás.

—¿Qué clase de coincidencias, Razo? —reclamó Grenhé.

Razo por su cuenta observaba por la ventana la ciudad, ahora que caía la noche el barrio estaba repleto de neones de diferentes tonalidades parpadeando por el escaso mantenimiento que recibían, charcos en los que se reflejaban las dos lunas que, por su posición, parecían estar juntas cual siamesas, y algunos bloques enteros de pisos se caían a pedazos con solo mirarlos; abrió paso al aire, asomó la cabeza por la ventana, tomó un soplo de aire, imbuido ahora por el pestilente aroma de las calles rompió su silencio y respondió:

—Coincidencias que asustan Grenhé, coincidencias que te hacen replantearte si aún estás cuerdo, coincidencias que quizás, sólo quizás, no lo sean. Te voy a contar algo, tan solo dame tiempo para ordenar mis pensamientos.

—Razo, las coincidencias no existen —replicó Grenhé añadiendo:

—Son señales para los que realmente ven.

Recuerdo 2 - La botella naranja

Ella siempre había soñado con sumergirse en el mar y permanecer en él una buena temporada, explorando y viajando, como las sirenas. Pero las sirenas no existían. O, al menos, ella nunca había visto ninguna.

Por eso, desde que se mudó con su hermana mayor a un apartamento al lado de la playa, no había un día en que no diese un paseo por la arena. Ni siquiera la lluvia o la nieve impedían que llevase a cabo su rutina diaria. Al comienzo de la estación cálida cogía su toalla de tonos amarillos y rosados, se calzaba sus chanclas negras y, antes de llegar a la orilla, ya había empezado a correr para no perder ni un segundo. Todo lo que veía bajo el agua le fascinaba: las rocas, las algas, los peces... y le entristecía mucho encontrarse toda esa basura formada por plásticos, bolsas y desechos que arruinaba la belleza natural del fondo del mar.

Aquel día era propicio para una de sus exploraciones marinas. Dejó su toalla en el lugar que solía ocupar si no había llegado alguien antes y, como era habitual, se acercó corriendo a la orilla. La diferencia de temperatura entre el ambiente y el agua no supuso ningún problema para ella. Nadó y nadó, hasta que se dio cuenta de que había llegado a una zona en la que no había estado antes. Allí inició su exploración.

No mucho después, en una de las ocasiones en que se sumergió comenzó a ver algo que atrajo su atención: parecía una botella con algo escrito en su superficie, pero no consiguió aguantar suficiente tiempo debajo del agua como para siquiera tocarla o leer lo que ponía. Al principio pensó que era una botella naranja. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que en realidad era transparente pero había algo naranja dentro, quizá para que se notasen mejor las letras. Reflexionó fugazmente sobre si volver a intentar ir a por ella, pero supuso que no le iba a resultar nada fácil porque estaba bastante cansada, y además se estaba haciendo tarde, por lo que decidió volver. Poco después la botella solo fue un recuerdo difuso en su mente.

Se tumbó en la toalla para dejar que el sol la secara. A pesar de que su intención era no tardar mucho en irse, el cansancio provocó que aquella vez se quedase más tiempo del que pretendía y se quedó dormida.

Estaba en el mar de nuevo. Sabía que bajo sus pies se encontraba la misteriosa botella. Pero ahora podía bucear durante más tiempo sin que sus pulmones empezasen a reclamar el aire que les correspondía, por lo que continuó descendiendo y consiguió leer claramente la palabra AYUDA. De repente, la botella desapareció y una sirena se acercó a ella y la miró fijamente. «Ya habíamos convenido que las sirenas no existen, ¿no?», se dijo a sí misma. A pesar de ello, también clavó la vista en la criatura que había aparecido y que, extrañamente, le recordaba a alguien que conocía. La sirena se cansó de esperar, se acercó a ella y la zarandeó suavemente.

—¡Anahi! ¡Despierta! Se te va a hacer de noche aquí.

—Ah, hola, sirena... —contestó medio dormida.

—¡Por fin!, pensaba que el truco de la bella durmiente funcionaría, pero ya llevo unos cuantos intentos y tú ahí como si nada. ¿Qué sueño era más importante que yo? Y, para tu información, aún conservo mis piernas.

De repente se acordó de todo lo que acababa de ver.

—¡Bambi, tenemos que ayudarle!

En realidad su nombre era Bambina, pero desde pequeña había odiado que la llamasen así, por lo que todos la llamaban Bambi, y Anahi no iba a ser menos.

—¿Ayudar a quién?

—No lo sé...—dijo entre apenada y confundida.

—¿De qué hablas?

—En mi sueño había una botella hundida en el mar en la que pedían ayuda.

—Vale, vale, pero cálmate, solo era un sueño...

—No, hazme caso, de verdad; vi esa botella justo antes de dormirme. No hay tiempo de explicarlo, ¡vamos!

—Muy bien, pero ¿qué quieres que hagamos si no sabemos nada?

—De momento vamos a intentar coger la botella, a ver si averiguamos algo más.

—Ay, qué pesada eres.

—¿De verdad no vas a aprovechar la oportunidad de ayudar a alguien?

—Ni siquiera sabes si es una broma, o si ese mensaje tiene años y quien lo escribió ya fue comida de los tiburones.

—¡No perdemos nada!

Y antes de que Bambi pudiese volver a protestar, se levantó y corrió en la dirección en la que había estado bañándose antes. Se volvió a sumergir, seguida pesadamente por Bambina, que no terminaba de comprender el ímpetu de su compañera. Esta vez Anahi cogió todo el aire que pudo y, con esfuerzo, consiguió llegar a la botella, pero estaba enterrada y no pudo sacarla. Así que la siguiente vez lo intentaron entre las dos, y por fin Anahi tuvo la botella en sus manos. Efectivamente, ponía AYUDA en letras negras, exactamente como lo vio en su sueño.

—Qué raro es todo esto —dijo Bambina, con un remanente de escepticismo en su voz.

—Yo estoy muy emocionada, ¿tú no?

Volvieron rápidamente a la orilla y abrieron la botella. Bambi tomó el papel naranja de su interior y lo desdobló.

—Mira, hay algo escrito.

—¿Qué? ¿El qué? —contestó Anahi, cada vez más nerviosa. Bambi le tendió la nota señalando la parte inferior.

—No está muy claro, pero esto de aquí... parecen unos números.

viernes, 22 de abril de 2016

Recuerdo 1 - La mano añil

La fascinación era solo el comienzo, todas las noches ella era la única del grupo en cautivar su atención en cuanto empezaba a bailar, el triste contoneo de los apagados competidores bailando al unísono se transparentaba mientras ella brillaba en aquel cuchitril que, ahora, era el más lujoso de los escenarios, como una lámpara dejando emitir luz a través de su translúcido cristal; de pronto ella caía, música y bailarines se congelaron, el tiempo se detuvo pero no el fracaso.

Mas había algo distinto esta vez, al extender su brazo hacia él le estaba entregando un sobre, sobre de color beige bastante común de no ser por un logotipo impreso en su lomo, algo así como una mano, más bien la huella de una mano en tonos añiles.

Avanzaba hacia él ahora con una expresión de esperanza, al tocar a los bailarines estos colapsaban, cayendo al suelo como si solo su cuerpo hubiese tocado el tiempo; apenas tuvo tiempo de unir sus labios, el aire hacía vibrar sus cuerdas vocales pero entonces...

—Mamá... —esbozó entre lagrimas, parecía más despierto dentro de aquel sueño que en su realidad.

A oscuras creyó encontrar el interruptor de la luz, pero este mes ya la habían cortado, aventurando recuerdos después de la siesta recordó que en realidad era de día, tan solo había bajado las persianas de su estudio.

Razo era un joven en paro, sin familia y sin muchos amigos, aún era joven cuando su madre jamás volvería a hacerse cargo de él, tan solo con 14 años fue acogido por servicios sociales, y continuó bajo la custodia de un tutor legal que lo usó unos 7 años más. Tras abandonar el hogar intentó encontrar de nuevo a su madre, pero fue en vano, 4 años más tarde y aceptando ya su muerte, empezó a soñar de nuevo con ella, volviendo a los momentos en los que aún realizaba castings para propulsarse al estrellato.

—Voy a ser una brillante luz entre las estrellas, ¿y sabes por qué? —recordó las palabras de su madre tras despedirse de él. —Porque no tengo nada más que perder ahora que te he perdido a ti.

El recuerdo de las últimas palabras que en aquel entonces oiría de su madre le traumatizaba más aún que ese reiterado sueño.

De repente se escucharon golpes, alguien tenía mucha insistencia en entrar o llamar su atención.

—Razo, Razo ¿estás ahí? ¿No me habrás dado un nombre falso, verdad?, ¿tienes carnet de identidad, verdad?, sea como sea ya no vives en el piso que te alquilé pero deberías cambiar tu empadronamiento, las cartas siguen llegando ahí, sea como sea, suerte, te dejo esto aquí bajo la puerta y... siento haber sido tan capullo con los pagos, ya hablaremos...

Deslizó algo bajo la puerta, y al abrir las persianas Razo pudo contemplar de qué se trataba, era un sobre color beige bastante común de no ser por un logotipo impreso en su lomo, algo así como una mano, más bien la huella de una mano en tonos añiles.